«En el lado que sigue del crucero se admira en aparato de capilla la que es en Lima el celestial lucero, la que en la devoción constante brilla, Aquella Virgen, que en piadoso esmero es Patrona y la octava maravilla; pues grandeza, primor y culto vario todo cede a la imagen del Rosario» (Casimiro Novajas, 1867).
Aunque el origen del Santo Rosario —también llamado Salterio de María— se remonta a los tiempos apostólicos, el Cielo reservó a Santo Domingo de Guzmán (1170-1221) la misión de propagar esta devoción. Consternado a causa de la herejía albigense y los pecados de sus contemporáneos, se internó tres días en un bosque, quedando en continua oración y penitencia. Entonces, la Santísima Virgen se apareció y le dijo:
—“¿Sabes, querido Domingo, de qué arma se ha servido la Santísima Trinidad para reformar el mundo?
—¡Oh Señora —respondió él— tú lo sabes mejor que yo; porque, después de Jesucristo, tu Hijo, tú fuiste el principal instrumento de nuestra salvación!
—Pues sabe —añadió la Virgen— que la principal pieza de la batalla ha sido el salterio angélico, que es el fundamento del Nuevo Testamento. Por ello, si quieres ganar para Dios esos corazones endurecidos, predica mi salterio”.
Consolado e inflamado de celo por la salvación de las almas, Domingo volvió al combate predicando incansablemente la devoción que la Señora del Rosario le enseñara, y por todas partes reconquistaba almas: los católicos tibios se enfervorizaban, los fervorosos se santificaban; las órdenes religiosas florecían; convertía a los herejes que, abjurando de sus errores, volvían a la Iglesia por millares; los pecadores se arrepentían y hacían penitencia; expulsaba a los demonios de los posesos; operaba milagros y curaciones.
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