En el siglo dieciocho, en Colombia, solía caminar hacia Ipiales. Un día en un sitio de nombre Las Lajas hubo una tormenta. Asustada, se refugió en una cueva al lado del camino. Sintiéndose angustiada y sola, comenzó a invocar a Nuestra Señora del Rosario. Entonces, sintió que alguien le tocó la espalda y la llamó. Ella se volteó, pero no vio nada. Con miedo, huyó a Potosí. Días después, María regresó a Ipiales, llevando en la espalda a su hijita Rosa, que era sordomuda. Cuando llegaron a la cueva, ella se sentó a descansar. No había terminado de acomodarse, cuando la niña se bajó de su espalda y comenzó a treparse en las piedras de la cueva, exclamando: "¡Mami! ¡Mami!, ¡Aquí hay una señora blanca con un niño en sus brazos!"
María estaba asombrada, pues era la primera vez que oía a su hija hablar. Y, más aún, no veía por ninguna parte las figuras que la niña describía. Muy nerviosa se fue para Ipiales, allí les contó a parientes y amigos lo sucedido, pero nadie le creyó. De esta manera, muy pronto la región entera supo del misterio de la cueva, la cual todos conocían, pues quedaba al pie de un camino muy transitado.
Unos días después, Rosa desapareció de su casa. María, la buscó por todas partes, pero no la halló, hasta que sintió que debía ir a la cueva, pues a menudo decía que la mujer blanca la llamaba. Cuando llegó vio a su hija arrodillada frente a la mujer blanca y jugando con el niño. María cayó de rodillas ante este hermoso espectáculo; había visto a la Santísima Virgen por primera vez.
Temerosa del menosprecio de sus parientes y vecinos, María prefirió callar al respecto. Comenzó a frecuentar la cueva, y, poco a poco, la llenó de flores silvestres y velas de sebo, que su hija le ayudó a pegar en la vía de piedra. El secreto lo sabían sólo María y Rosa, hasta el día en que la niña cayó gravemente enferma y pronto murió. María, decidió llevar el cuerpo de la niña a los pies de la Señora del Guáitara. Allí le recordó a la Virgen todas las flores y velas que Rosa le solía llevar, y le pidió que le devolviera la vida.
Sintiéndose presionada por la tristeza de las súplicas maternales que no cesaban, la Virgen Santísima consiguió de su Divino Hijo el milagro de la resurrección de la pequeña Rosa. Llena de alegría, María se fue a Ipiales. Llegó a las diez de la noche. Les contó a todos sus allegados la maravilla ocurrida. Los que se encontraban ya durmiendo, se levantaron; hicieron que tocaran las campanas de la iglesia, y una gran muchedumbre se reunió frente a la iglesia de la villa. Ya estaba amaneciendo, y todos se dirigieron hacia la cueva. Llegaron al rayar el alba.
A las seis de la mañana, se encontraban en Las Lajas. Ya no podía haber duda acerca del milagro; de la cueva brillaban luces extraordinarias. Allí, en la pared de piedra, se hallaba grabada para siempre la imagen de la Santísima Virgen.